Primeros días de Octubre de 2011.
Y con esa hermosa sensación empezamos el curso de pre-parto. Nuestra primera “clase” era en realidad la tercera. A., la partera, me había dicho que no importaba el orden de las clases, que eran cinco clases, tres solo para mujeres y dos para las parejas (la tercera y la quinta).
Unos minutos más tarde, después de un incómodo silencio en el que G. y yo nos dedicamos a mirar el enorme reloj de pared y nuestros los pies descalzos empezaron a llegar las otras parejas. Una vez que todos estuvimos cómodamente sentados en el piso, la partera empezó a hablar.
Y habló, y habló y habló.
La idea era explicarnos cómo reconocer el inicio del trabajo de parto. Según ella nos explicaba, hay dos maneras en que se puede desencadenar el parto. Con contracciones o con la rotura de bolsa.
Primero empezó con las contracciones, explicándonos que hay dos tipos de contracciones, las primeras que pueden empezar unos meses antes del parto, aparecen cuando una camina o hace un esfuerzo. Se siente un ligero dolor, y la panza se pone dura en algunos sectores pero ceden rápidamente y no se repiten. No son contracciones de parto y no tienen demasiada importancia. Las segundas o contracciones de parto son generalizadas (la panza se pone dura en todos lados por igual) y se repiten con un ritmo determinado. Por lo general empiezan cada veinte minutos y son suaves, con una duración de pocos segundos. En el plazo de una hora y media aproximadamente pueden empezar a aparecer cada diez minutos, con una mayor intensidad y duración. Después son cada cinco minutos, y en ese momento ya estamos más cerca el parto. Pero en cualquier momento pueden detenerse o podría ser un “falso trabajo de parto” así que para no hincharle las pelotas a la partera con nuestra ansiedad de primerizas (no fue eso lo que dijo, pero casi que sonó así) lo ideal sería tomarnos un antiespasmódico y meternos en la ducha a ver si nos relajamos y se nos pasa. Si al rato no se nos pasa… ¡A correr a la clínica! Para ese momento ya tendríamos que tener el bolsito armado (¿Qué bolsito? Yo no armé nada!)
El relato de la partera siguió contando todos los pormenores de lo que nos pasaría cuando llegáramos a la clínica. Palpajes, monitoreos, suero y oxitocina. Luego dilatación, peridural, pujos y episiotomía. Todo con lujo de detalles escatológicos y casi cronometrado. Como si todo estuviera planificado de antemano. Como si todas fueramos iguales y todos los partos idénticos. En ese momento, tuve una sensación de lo más extraña. Me costaba entender que estaba hablando de algo que iba a sucederme a mí en un muy corto plazo. La escuchaba y lo que me llegaba era un relato mecánico, cronometrado y muy medicalizado. No era así como yo imaginaba mi parto. Bah, en realidad no se si lo imaginaba de alguna manera. Simplemente lo sentía como un proceso natural, y no me imaginaba tanta intervención de los médicos, salvo que fuera estrictamente necesario. No me gustaba la idea de verme casi atada a la cama, medicada y atontada, sin poder decidir nada. Simplemente no era lo que quería. Pero no dije nada y seguí escuchando. De vez en cuando lo miraba a G. que parecía estar tan incómodo como yo. Se lo veía entre preocupado y tremendamente aburrido, y miraba el reloj de pared con insistencia pero los minutos no pasaban.
La partera siguió hablando y hablando, contándonos del tapón mucoso, de la rotura de la bolsa, de los colores y olores (puaj!) del líquido amniótico, de los dolores, de lo normal que era que vomitáramos o nos cagaramos en la sala de partos (Por dios! ¿Hacía falta?) De cómo el bebé podía soltar el meconio dentro de la panza, de las pérdidas posteriores al parto y nosecuántosmás detalles escatológicos.
Cuando finalmente terminó la hora y media de tortura preparto salimos a la calle y respiramos aliviados. Mientras viajábamos camino a casa no podía dejar de pensar…
–Por dios! ¿Esta estúpida va a ser mi partera?