Empecé a buscar en internet. Un siamés era el gato ideal para mí. Son cariñosos, compañeros y comunicativos. Mi primer gato había sido un siamés… y cómo lo extrañaba… Empecé a buscar precios, convencida de que podía conseguirlo más barato. Busqué y busqué por todos lados, pero no hubo caso. Por lo que veía lo que me pedían en la veterinaria de enfrente no era tan caro. En otros lados pedían hasta dos mil quinientos pesos. ¡Una locura! Pero seguía con dudas. Cada tanto pasaba por la veterinaria para ver si los gatitos todavía estaban. Y quedaban cinco… después cuatro…
Esa última noche no me podía dormir. Empecé dar vueltas en la cama. Se me había metido el gatito en la cabeza de tal manera que no podía pensar en otra cosa. Era una locura total, no era el momento para ponerse en gastos, y menos para tener que cuidar a un cachorrito. ¿Y qué íbamos a hacer con Luna? ¿Si no lo aceptaba? Pero el deseo no me dejaba dormir. En parte ya estaba decidido.
Al día siguiente junté unos pesos que habían quedado del aguinaldo que había cobrado en la facultad (un cuatrimestre que nos tocó tener renta!) y fuimos a buscarlo. Elegí un machito que se prendió de mi sweater con todas las uñitas y ya no lo pude bajar.
-Se va a llamar Felipe.
Dije, mientras cruzábamos camino a casa. -Así no le podés poner Filippo al bebé- pensé.