25 de noviembre de 2011

Ciento cuarenta y siete.


Mediados de Septiembre de 2011.
Al día siguiente nos levantamos tempranito, me dí una ducha larga para ver si lograba sacarme el sueño de encima y partimos rumbo a la inmobiliaria a dejar la seña. Por suerte la Inmobiliaria era en capital. Pero si creíamos que con eso estabamos solucionando un problema: nos equivocamos. Solo estabamos generando un millón de problemas nuevos. Ahora había que pensar en firmar el contrato, en ponernos de acuerdo, en contratar la mudanza, en embalar las cosas, en dar de baja los servicios, dar de alta los nuevos servicios, comprar muebles y cosas. Pensar en estufas y aires acondicionados y cortinas, y plastificar los pisos o no plastificarlos y blablabla… Todo era una negociación, más dudas, demoras y preguntas. Y todo era plata y más plata y más plata (que no teníamos). Por suerte Mi Padre nos prestó lo que necesitábamos para mudarnos. Ahora había que encontrar la manera de conseguir lo que más nos faltaba: tiempo. Tiempo de embalar y desembalar, de tirar cosas, elegir, ordenar y seleccionar. Mientras tanto yo trabajaba cada vez más, hacía veinte cosas al mismo tiempo, entre dar clases, viajar, atender pacientes y más pacientes, llevar planillas, buscar cheques e imprimir informes. Sumado a todo esto los estudios, consultas con obstetras y especialistas y ahora la nueva: el puto cursito de pre-parto que estaba por empezar. La panza estaba cada día más grande ¡Y ni siquiera había comprado un baberito! Faltaban tantas, tantas cosas que parecía que nunca iba a poder terminar. Pero esto recién estaba empezando. Mientras que yo hacía un gran esfuerzo por mantener la calma, Mi Madre se dedicaba a hacerme perder la paciencia. Cada vez que hablaba con ella o la veía se despachaba acerca de lo angustiada que estaba por todo lo que faltaba, y que yo no me daba cuenta, Que hay que comprar esto y aquello, y eso otro, que vi precios de esto en internet, y no sabés lo caro que está todo, que no te haces una idea, que mirá si se adelanta y vos no tenés ni la cunita y blablabla.
Ohmmm.
Yo trataba de tranquilizarme y tranquilizarla a ella. Pedirle que no me apure, que espere a que terminemos con la mudanza para después poder empezar con las cosas del bebé. Explicarle que todavía había tiempo, que no se iba a adelantar. Y que si algo pasaba (por dios que no se adelante, que no se adelante…) ya íbamos a encontrar la manera de resolverlo. Pero empezaba a perder la paciencia. ¿Acaso no debería ser al revés? ¿Ella tranquilizarme y a mi y no yo a ella? En fin.
Los días pasaron y después de varias idas y venidas, mails, charlas telefónicas, enojos y negociaciones logramos firmar el maldito contrato de alquiler. Obviamente en toda negociación que se presentó, siempre salimos perdiendo. Siempre unos pesos más de acá, unos pesos más de allá… y todo seguía sumando. Lo único que logramos negociar a nuestro favor fue que pudieramos firmar el contrato a partir del primero de Octubre, con la posibilidad de que nos entregaran la llave una semana antes para empezar a llevar las cosas.
Pero ya teníamos la fecha límite: primero de Octubre.

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