30 de octubre de 2010

Catorce.


Empecé a buscar en internet. Un siamés era el gato ideal para mí. Son cariñosos, compañeros y comunicativos. Mi primer gato había sido un siamés… y cómo lo extrañaba… Empecé a buscar precios, convencida de que podía conseguirlo más barato. Busqué y busqué por todos lados, pero no hubo caso. Por lo que veía lo que me pedían en la veterinaria de enfrente no era tan caro. En otros lados pedían hasta dos mil quinientos pesos. ¡Una locura! Pero seguía con dudas. Cada tanto pasaba por la veterinaria para ver si los gatitos todavía estaban. Y quedaban cinco… después cuatro…
Esa última noche no me podía dormir. Empecé dar vueltas en la cama. Se me había metido el gatito en la cabeza de tal manera que no podía pensar en otra cosa. Era una locura total, no era el momento para ponerse en gastos, y menos para tener que cuidar a un cachorrito. ¿Y qué íbamos a hacer con Luna? ¿Si no lo aceptaba? Pero el deseo no me dejaba dormir. En parte ya estaba decidido.

Al día siguiente junté unos pesos que habían quedado del aguinaldo que había cobrado en la facultad (un cuatrimestre que nos tocó tener renta!) y fuimos a buscarlo. Elegí un machito que se prendió de mi sweater con todas las uñitas y ya no lo pude bajar.

-Se va a llamar Felipe.

Dije, mientras cruzábamos camino a casa. -Así no le podés poner Filippo al bebé- pensé.

28 de octubre de 2010

Trece.

Septiembre de 2009

Y así, entremedio de todo este revoltijo de ideas y ganas y deseos, llegó Felipe. Un sábado de sol decidimos salir a caminar. Pasamos por la veterinaria que está enfrente de casa como muchas otras veces. Y en la jaulita que está en la vidriera habían cinco o seis minúsculos gatitos siameses. No pude evitar pararme a mirarlos. Eran hermosos, y tan chiquititos... Estaba por seguir de largo como siempre cuando su voz me detuvo.

-¿Querés uno? –me dijo.

-¿Estás loco? Yo ya tengo una gata. ¿Qué vamos a hacer con dos gatos en un dos ambientes mínimo?

-Dale, yo te lo regalo…

-¿Me hablás en serio? Pensé que no te gustaban los gatos…

-Pero sería nuestro gato

-Te voy a matar… me metés cada idea en la cabeza…

Dije, mientras seguía caminando tratando de no pensar. Era una locura total. No había espacio y mi gata es bastante loquita, no iba a ser fácil que lo acepte. Se me ocurrieron mil motivos para no comprar un gatito…

Pero eran tan lindos…

Seguimos caminando e intenté pensar en otra cosa, pero no había caso. Cuando volvimos pasamos una vez más por la veterinaria.

-Voy a entrar a preguntar cuánto salen.

Dije, pensando que el precio nos iba a hacer desistir.

-Salen cuatrocientos pesos, es una locura! -dije cuando salí

-Si, es mucho, la verdad.

Pero ya era tarde. Los días que siguieron no podía pensar en otra cosa. ¿Y si era bueno para mi gata? ¿Si era mala solo porque pasaba mucho tiempo sola? Tal vez le haría bien la compañía… Y qué ganas tenía de tener un gatito que si fuera cariñoso. La mía es tan arisca… Pero no, era una locura. Había un millón de motivos perfectamente lógicos para no hacerlo. Empezando por el económico. No teníamos un peso, ¿de dónde ibamos a sacar cuatrocientos? ¿Y el alimento? ¿Y las vacunas?

26 de octubre de 2010

Doce.

Pero la idea ya estaba plantada en mi cabeza. Y de a poco iban asomando algunos brotes tímidos, y alguna hojita. Empecé por soñar. Me soñaba embarazada, con panza, con un bebé, con las tetas enormes. Y un día empecé a imaginarlo en pleno día. Era como una fantasía o un sueño diurno. Iba caminando por la calle, cruzando la avenida con mi panza redonda, de seis meses, feliz. Y de golpe me la cruzaba a ella. A ella con quien no hablo hace años. Esa que está casada con mi papá, la misma que decidió que no podemos ir más a su casa. Y no pude evitar pensar -¿Esa conchuda también va a ser la abuela de mi hijo? La puta madre, no lo había pensado. Porque claro, si yo tengo un hijo va a tener dos abuelas, Mi Madre, y La Mamá de G., un montón de Tías y un Tío. ¿Y los abuelos? El Padre de él vive en Rio de Janeiro y parece que no le importa mucho nada. Y el mío vive a cuatro cuadras de mi casa, pero gracias si lo veo un ratito, una vez al mes en algún bar, como si fuera La Otra. En su casa no soy bienvenida… ¿Va a cambiar algo si tengo un hijo o va a seguir todo igual? Porque ella no tiene hijos, y obviamente nunca va a tener nietos… Lo más cercano a un nieto que puede llegar a tener va a ser… mi hijo! ¿Yo voy a soportar que se haga la amiga solo para estar cerca de mi hijo? ¿O la voy a querer matar? ¿Mi hijo sí va a poder ir a la casa de su abuelo, pero yo no? ¿Va a cambiar algo o va a seguir todo igual?

Definitivamente voy a tener que sentarme a hablar con Mi Padre…

23 de octubre de 2010

Once.

-Dale, dejá de tomar las pastillas…

Dijo un día, mientras descansábamos entre las sábanas revueltas después de hacer el amor.

-¿Qué??

-¿No habíamos hablado de tener hijos?

-Sí… pero para más adelante! ¿Vos decís ya? Si no hace ni seis meses que estamos juntos!

-Pero ya somos grandes los dos… No quiero tener hijos a los 40… yo tengo 35, vos vas a cumplir 31…

-Mmmm… bueno, pero ahora, ahora… no. Esperemos un año. Estaría bueno que tengamos más trabajo los dos, otra seguridad, y tal vez mudarnos a un departamento más grande…

-Está bien. Cuando cumplamos un año.

-Mmmm… yo dije que esperemos un año… pero bueno, lo vamos pensando…

21 de octubre de 2010

Diez.

Pocos meses más tarde estábamos viviendo juntos y haciendo planes para el futuro. Jugábamos a pensar en departamentos más grandes, con un balcón donde tener nuestras plantas, o una casa con patio, o irnos a vivir a Brasil, para estar cerca de la playa. Y un día casi sin darnos cuenta empezamos a buscar nombres. A pensar… si era una nena… si era un varón… Estábamos pensando en hijos, y esto era algo totalmente nuevo para mí. Nunca me había pasado con ninguno de mis ex novios. No porque el tema no se hubiera tocado, siempre surge de alguna manera. Pero nunca me lo había imaginado como algo realmente posible. Como algo deseable. Como algo para lo que empezaba a sentirme preparada. No sin miedos de por medio, obviamente. Pero las cosas empezaban a verse de otro color.
Un día nos sentamos juntos frente a la computadora y empezamos a leer nombres. A ver qué significaban, cómo nos sonaban. No nos era fácil ponernos de acuerdo. A mi me gustan los nombres comunes. Simples. Me pongo a pensar en si suenan feo o como quedan con el apellido y si lo van a cargar los compañeritos en el colegio. A él le gustan los nombres un poco más complicados, o en idiomas extranjeros. De esos que a mi me suenan mal o son tan originales que me parece que se va a pasar la vida explicando como se escriben. Y eso no está bueno. Con los de nena nos fue un poco más fácil. Encontramos un par posibles y los anotamos en una listita. Pero con los de varón…


-A mí me gusta Ezequiel, o Juan. Algún nombre simple, común.

-No… esos son feos… A mi me gusta Filippo.

-¿Vos estás loco? ¡Ese nombre es horrible! En la escuela lo van a cargar…

-Vas a ver, cuando vos estés internada después de parir, voy a ir y lo voy a anotar yo. Va a ser Filippo.

-Jajajaja…. Ni en pedo! Te mato…

-Ya vas a ver…

19 de octubre de 2010

Nueve.

Marzo de 2009

Cuando lo conocí a G. estaba en el medio de ese torbellino de ideas que se iban acomodando (o desacomodando) de a poco. La beba de mi amiga tenía casi tres meses y yo más preguntas que respuestas. Era nuestra primera salida y recién nos estábamos conociendo, Tomamos un café, caminamos, nos besamos. Había química, eso se sentía. Yo tenía mis dudas pero la cosa venía bien. Hablamos de todo y casi sin filtros, cosa bastante rara para una primera salida, hasta que salió el tema de los hijos. Él estaba separado y no había tenido ninguno. Le pregunte porqué

-La verdad es que nunca quise. Con mi ex lo habíamos pensado, pero para más adelante. Después las cosas empezaron a estar mal y nos separamos. No se si me veo como padre... 

-Yo la verdad tampoco se. Hasta ahora sabía que no quería, pero en este último tiempo empiezo a tener mis dudas. No se. Tal vez no sea tan imposible... Habrá que ver si se da. Es algo que se tiene que desear de a dos. Tal vez si encuentro alguien que pueda ser un buen padre... Pero no lo veo como algo que se tenga que dar obligatoriamente.

Creo que fue la primera vez en mi vida que hablé de hijos en una primera salida. Era una locura. Pero todo lo que siguió después también fue una locura y entonces ya no me parecía tan fuera de contexto.

16 de octubre de 2010

Ocho.

Después vino el parto y los primeros meses de la beba que fueron bastante difíciles. Los cólicos no ayudaban y mi sobrinita casi no los dejaba dormir. Mi amiga estaba ojerosa y agotada y cada tanto me pedía que le diera una mano para poder dormir al menos una hora. Por suerte no estaba sola. El marido estaba muy pendiente y entre los dos se complementaban y se ayudaban para poder hacer las cosas, cuidarla y encontrar ratitos y espacios para descansar. Y además estaban los abuelos, tíos y amigos que dábamos una manito. A ella, a pesar del cansancio, los miedos y las ojeras se la veía radiante. No porque no hubieran dudas y angustias, los había. Pero todo eso se compensaba con la sonrisa inevitable cuando la nena se calmaba a la hora de prenderse de la teta. Eso parecía darle sentido a todo. Ni hablar cuando los cólicos pasaron y las sonrisas y la tranquilidad se hicieron mas frecuentes.

Las preguntas seguían acumulándose por millones cada vez que volvía de visitarla. ¿Seré capaz de animarme? ¿Podré? ¿Encontraré con quién? La soledad que hasta ese momento disfrutaba empezaba a hacerse ruidosa.
Estaba claro que no era algo que quisiera hacer sola. Nunca lo hice y no iba a cambiar ahora. Era algo que en mi cabeza solo se puede sostener si es un deseo compartido. De a dos. Y nos es obligatorio que suceda. Pero estaría bueno si se diera… en algún momento. Y en aquel momento todavía creía que tenía mucho tiempo por delante. Todavía no tomaba conciencia del todo de que los años seguían pasando…

14 de octubre de 2010

Siete.

Y mientras tanto me puse a tejer. Hacía rato que no lo hacía, pero desempolvé las agujas que estaban en una caja llena de porquerías viejas en la baulera de un placard y me fui a comprar lana. Todavía no sabía si iba ser un varón o una nena, así que me decidí por un verde claro para hacerle una mantita hermosa que había visto en una de las revistas de tejido. Tejí, destejí y nuevamente volví a tejer. No había caso. El diseño era simple, pero mi habilidad con las agujas era poca, y en el trabajo no me lograba concentrar. O tal vez había comprado lana muy gruesa para ese modelo, no sea que mi sobrinito pasara frío. La cuestión es que tras varios intentos frustrados, desistí. Opté por un diseño más simple, un jersey con un puntito calado cada tanto y una puntillita al crochet. Pobre mi sobrinito… esta tía iba a tener que practicar bastante. Igualmente no me di por vencida y seguí tejiendo. Elegí un blanco para hacer un enterito mínimo, con unos ochos chiquitos que me costaron mucho trabajo, pero no me vencieron. Después hice un osito celeste que rellené con vellón y un sombrerito con unos zapatitos rosas, cuando me enteré que iba a ser una nena.

Se iba acercando la fecha del parto y a mi amiga la veía un poco asustada, pero también con esa felicidad contagiosa que se irradia en la piel. Y al ver su felicidad las puntitas de esos deseos empezaban a filtrarse por mi conciencia. Me preguntaba si yo podría. Si sería posible que no fuera tan horrible como madre como lo había imaginado. Comenzaba a cuestionar aquellas contradictorias fantasías infantiles que comandaban las decisiones que seguía sosteniendo como adulta. Pero esto recién estaba en pañales... 

12 de octubre de 2010

Seis.

Pocos meses después me enteré que mi amiga estaba embarazada y algunas ideas empezaron a desordenarse en mi cabeza. Era la primera en quedar embarazada y eso que ya no éramos chicas, estábamos todas alrededor de los treinta. Yo, que hasta ese momento tenía todo tan claro, que sabía lo que quería y lo que no quería para mi vida, muy de a poquito empecé a dudar. Al principio no me di cuenta, pero a medida que el embarazo avanzaba, que veía crecer la panza de mi amiga casi al mismo tiempo que sus sonrisas, las preguntas empezaron a aparecerse sin pedir permiso. -¿Me voy a perder de experimentar todo esto?- me preguntaba. Pero también pensaba, como pensé siempre, que no se trata de tener hijos, sino de "tener hijos con...". Que la paternidad es un proyecto de a dos y yo nunca había tenido con quién. Obvio que ahí también estaba mi responsabilidad. Debería decir no había querido tener con quien, que no me había animado. ¿Y ahora? ¿Iba a querer tener con quien? ¿Me iba a animar? ¿Iba a poder?
No estaba tan segura de eso, pero lo si podría asegurar es que las semillitas de una idea, de un principio de deseo, se empezaban a plantar por primera vez en mi cabeza. Al menos así empezaba a registrarlo.

9 de octubre de 2010

Cinco.

Cuando me harté del último tenía casi veintinueve.

Después de demasiadas peleas, gritos, desilusiones, mentiras y reclamos, después de cansarme a mí misma de pedirle tantas veces que cambie, me decidí finalmente a cambiar yo. 


Lo dejé sin gritos ni lágrimas. Solo una última frase rompió el silencio:

-No puedo creer que seas tan infantil. Ya estoy grande, si quiero un niño en mi vida, mejor me hago embarazar.



Claro… ya me empezaba a caer la ficha.


7 de octubre de 2010

Cuatro.

Con ayuda de ese mandato invisible atravesé una adolescencia bastante prolongada y muy particular. En vez de dedicarme a salir de noche, emborracharme y pasar de novio en novio, como hacía la mayoría de las chicas de mi edad, yo me dediqué a hacer lo que había que hacer. Elegí una carrera y me puse a estudiar, libro tras libro y fotocopia tras fotocopia hasta que me recibí. Tampoco es que fuera una santa, pero no me atraían las relaciones pasajeras. Tuve noviazgos largos y serios, eligiendo siempre hombres con los que a la larga no se podía contar. Pero uno elige y por algo es. En mi caso siempre terminaba con hombres que eran como niños. Vagos, mantenidos, mentirosos o insolventes. Hombres con los cuales era imposible imaginar un futuro diferente del presente y que en el fondo me venían como anillo al dedo para no hacerme cargo de que ya me iba haciendo grandecita. Claro que todo esto es mucho más fácil de pensar a la distancia. En ese momento oscilaba entre ponerme en lugar de madre o de psicóloga. Comprenderlos, ayudarlos, tratar de resolver vidas ajenas. La fascinación del enamoramiento se pasaba rápidamente y quedaban por delante meses y años de discusiones tan infructuosas como estériles, tratando de entender porqué siempre me hacían tal o cual cosa, porqué no podían cambiar y ser como yo quería, como yo había creído verlos en aquel primer momento de enceguecimiento del amor.

Hasta que me di cuenta que la que tendía que cambiar era yo.

De novio.

Que manía la de tratar de comprender y querer cambiar al otro, algo indiscutiblemente femenino.

5 de octubre de 2010

Tres.

Podría decir casi con seguridad que en los primeros 30 años de mi vida nunca pensé en ser madre. Me corrijo: la mayor parte de mi vida me la pasé pensando que NO quería tener hijos. No porque no me gustaran los niños. De hecho me encantan. Era más bien porque no podía pensar que mi hijo tuviera que soportar una madre como yo. Si, ya se que esto puede sonar contradictorio, y no digo que no lo sea, pero así fue. No por nada llevo once años de análisis. Las razones son muchas, pero principalmente creo que tienen que ver con mi Madre (¿cuándo no…?). Recuerdo una escena de cuando tendría unos doce…

Mi madre estaba en uno de sus días malos, en esos que por peleas con mi viejo, supongo, todo era gritos y gritos. Yo estaba en mi cuarto tratando de estudiar, pero escuchaba sus taquitos ir venir de un lado al otro de la casa, revoleando cosas y refunfuñando. Yo era la mayor y la ligaba seguido. Obviamente lo que menos podía hacer era estudiar. No había forma de concentrarse. Me puse a garabatear una hoja de carpeta en blanco cada vez más angustiada. Hasta que pasó lo que tenía que pasar: abrió mi puerta con la cara desencajada y empezaron los gritos. Ya no recuerdo qué había hecho o dejado de hacer, ni creo que fuera nada relevante. Tal vez alguna trivialidad como no haber lavado los platos o tener el cuarto desordenado, cosas típicas de adolescentes. Pero mi vieja cuando se enojaba tenía una lengüita de víbora que soltaba sin filtro las frases más duras de escuchar, las más inadecuadas. Decía que quién la había mandado a tener hijos, que éramos unas desagradecidas, que la queríamos matar y qué se yo cuántas barbaridades más. Gritó y gritó mientras yo me quedaba muda, cada vez más absorta en mis garabatos, tratando de desenchufarme y no escuchar. Tragándome las lágrimas para no darle el gusto de que me viera llorar. Ya había comprobado que contestarle solo la ponía peor y alargaba la tortura. Cuando pasó la tormenta y se fue dando un portazo, no podía dejar de pensar. Pensaba que hay gente que no tendría que tener hijos. Que no es justo que los hijos tengamos que soportar los desbordes de la locura de los padres. ¿Yo seré igual como madre? -me preguntaba- Tenemos los mismos genes... 

Y así mientras me enroscaba en mis pensamientos, casi sin darme cuenta, escribí en ese papel:


 Nunca voy a tener hijos.

Casi como un mantra. Un mandato autoimpuesto.
Lo guardé en el fondo del cajón y ahí quedó por muchos años. Casi podría decir que me olvidé de su existencia. Del papelito y de la promesa. Pero nunca de los pensamientos que me llevaron a escribirlo.

De más grande y con muchos años de análisis encima pude recordar esa escena y ese papel, y ver los efectos que había tenido en mi vida sin siquiera tenerla presente. Tuve que darme cuenta de mi propia incoherencia. En vez de enojarme con mi madre había optado por enojarme conmigo misma, negándome la posibilidad de ser diferente, de ser una madre mejor. -Ser madre trae problemas, mejor no serlo- era el razonamiento. Cuando lo que debía haber pensado era que Ser hija trae problemas. O más bien Ser hija de... . Lo más lógico hubiera sido enojarme con ella como hubiera hecho cualquier otra persona. Pero a veces pienso raro.

Y eso no siempre es bueno.